Aquí nunca se hace de noche. Una luz artificial baña las celdas y el patio interior las 24 horas del día. Los presos duermen sobre la plancha metálica de unos camastros de hierro que llegan hasta el techo. Un circuito cerrado los contempla como un dios silencioso. Comen frijoles y arroz con las manos porque los tenedores y los cuchillos podrían convertirse en armas mortales. Se lavan el cuerpo y los dientes en unas pilas de piedra y hacen sus necesidades en dos retretes del fondo, a la vista. Salen a un enorme pasillo interno un máximo de 30 minutos al día, siempre con grilletes en los pies y las manos que los mantienen encorvados y sometidos mientras caminan por un cemento desnudo. Unos policías encapuchados y armados con fusiles los vigilan desde el techo. Todo huele a nuevo en las instalaciones, el tiempo todavía no les ha pasado por encima. Los reos practican calistenia varias veces a la semana, una serie de ejercicios con el propio peso corporal que los mantiene fibrosos. La mayor parte del tiempo permanecen a solas con sus pensamientos. Tienen a mano dos biblias por habitación, aunque no reciben ningún tipo de asistencia espiritual. A través de los barrotes se contemplan sus cabezas rapadas y sus caras tatuadas. Si quisieran escapar, tendrían que sortear cuatro muros de 60 centímetros de espesor y tres metros de alto, coronados por una alambrada de púas. El suelo de grava haría música con sus pasos. Nunca más conocerán el amor en libertad ni probablemente el sexo. No tienen derecho a llamadas ni visitas. Se han deslizado hacia un agujero negro, un no lugar eterno, frío y desangelado.