
Rebeca cuenta su historia tras varios intentos de suicidio: «Fingía estar bien cuando tenía montada toda una trama para intentarlo de nuevo
Ahora soy capaz de descubrir cuándo me está engañando mi propia mente»
Rebeca confiesa que sigue siendo duro pintar porque, según sus palabras, ella ya no es la misma. «La depresión también se lleva contigo quien tú eres. Tu identidad. Ya no crees en ti. Todo se vuelve muy duro, la verdad». A la pregunta de cómo se encuentra ahora mismo, responde que en un momento bastante bueno. «También te digo que hace dos semanas tuve un momento bastante bajo (ríe), pero la terapia me ha servido para aprender a pedir ayuda. Ahora soy capaz de descubrir cuándo mi propia mente me está engañando, mandándome pensamientos intrusivos mentirosos: «No vales nada», «nadie te va a echar de menos», «la vida no te merece la pena». Ahora sé que ahí debo coger a familiares o amigos y decirles: «Necesito que me acompañéis al médico»».
erdón si hablo lento, es que todavía estoy medicada y me cuesta un poco hilar», lamenta Rebeca Khamlichi. Su voz resulta muy dulce, pero su relato está lleno de palabras que son totalmente lo contrario. Difíciles de verbalizar para ella e incómodas para aquel que las recibe. «De ese día tengo muy pocos recuerdos. Sí se me viene a la mente la violencia psiquiátrica de esa primera noche que pasé allí. Algo que denuncian muchas personas con problemas de salud mental».
Se refiere al 12 de agosto de 2020, el día que ingresó por primera vez en un hospital psiquiátrico. Ella lo llama el Infierno. Sí, con «i» mayúscula. «Era verano y yo llevaba ropa muy fina. Me habían puesto por encima solo una sábana, cuando soy muy friolera. Estaba totalmente aturdida por todo lo que había tomado. Llevaba puesta una vía y quería levantarme para coger una manta. Lo hice, porque realmente estaba tiritando, y la vía se desenganchó. La enfermera se enfadó mucho conmigo y decidieron ponerme contenciones mecánicas. Para aquel que no sepa lo que son, básicamente es que te atan a la cama. Algo que, según la Organización Mundial de la Salud, es tortura. Pero eso, lo supe después».
No es lo único que Rebeca fue descubriendo con el tiempo, gracias a investigaciones que ella llama «de andar por casa». «También me di cuenta de que no se hablaba del suicidio. Y empecé a preguntar por qué, qué razones lo explicaban. Lo primero que encontré me llevó a la iglesia católica. Antes, cuando un familiar tuyo se suicidaba, tenías la gran desgracia de la pérdida, pero además se sumaba que no se podía enterrar en un cementerio con el resto de tus familiares. Se te estigmatizaba con que lo que había cometido ese ser querido tuyo era un pecado terrible y que debía ir al infierno. Eso llevó a muchas familias a hacer que el suicidio fuera un tabú».
Rebeca cree que esas ideas, a día de hoy, han cambiado. «Pero aun así, la gente sigue prefiriendo decir que su pareja, hermano o hija ha fallecido en un accidente, antes de confesar que ha fallecido por suicidio». Esa es una de las razones por las que ha escrito Sanatorio (Crossbooks, 2024), recopilando las cartas que se había escrito a sí misma en sus ingresos hospitalarios. «Pensé que lo tenía que contar porque hasta hace poco, también se creía que hablar de suicidio en los medios creaba un efecto llamada. Se ha demostrado que no, que en realidad, hablar de ello salva vidas. El dolor compartido es mucho más llevadero. Poder hablar de él abiertamente, sin ningún estigma, está provocando que esas personas busquen ayuda en familiares y amigos. Y la mejor prueba de que eso ha cambiado es que tú y yo estemos hablando ahora mismo».
Los ingresos en el Infierno
No fue el único ingreso de Rebeca en un centro psiquiátrico: «Las unidades de psiquiatría están saturadas. No hay medios. No te pueden dejar allí por muchos intentos de suicidio que hayas tenido. A mí ya me conocían, pero no podían hacer nada. Conseguir un ingreso en la sanidad pública es prácticamente imposible. Todo el resto que he tenido, los he tenido que pagar, han sido clínicas privadas».
Ella misma se encarga de explicar por qué nunca volvió a un Infierno público, haciendo una radiografía de la salud mental en España: «Seguimos batiendo récords de suicidio. Por tercer año consecutivo, siguen subiendo en España. Y es bastante probable que sean más porque muchos no se contabilizan; se confunden con accidentes. Los últimos datos apuntan a que estamos en una media de once a doce suicidios diarios. Es una locura. Imagínate que mañana nos levantamos y han matado a doce personas en un atentado terrorista. Y al día siguiente, otro. Y otro. Se abrirían todos los telediarios y periódicos con esa noticia. Todo el mundo estaría hablando sobre eso. Sin embargo, nadie hace nada. Ya hemos tenido éxito en otros casos, como en prevención de accidentes de tráfico. ¿Por qué no estamos haciendo lo mismo con esto que es casi como una pandemia?».
«¿Cuándo ha pasado eso?»
Además del tratamiento farmacológico y la terapia psicológica, Rebeca se sometió a varias sesiones de terapia electroconvulsiva (TEC). «Creo que fueron ocho», duda. Ese nombre puede que lleve a muchos a pensar en una silla grande y robusta, colocada en una sala fría y con poca iluminación, que tanto nos han enseñado en la ficción. Nada más lejos de la realidad. «No es para nada como en las películas», dice Rebeca mientras ríe. «En realidad no te enteras de nada. Me dormían y, al despertarme, tenía mucho dolor en las mandíbulas por el paso de la electricidad. Pero nada más». Para entenderlo mejor, Rebeca opta por explicarlo tal como se lo contaron a ella en su momento: «Es como si te resetearan el cerebro. Como si limpiaran los canales de las diferentes conexiones neuronales. En Europa se utiliza mucho y da buenos resultados».
Con todo, la joven menciona uno de los efectos secundarios que más la limitan en su día a día: las pérdidas de memoria. «Me informaron muy bien y me dijeron que iba a perder memoria a corto plazo. Yo lo entendía como ese día y el anterior, para que nos hagamos una idea. Pero perdí años. Fue una locura». A Rebeca le escriben personas que ella deduce que en su día fueron amigos por los mensajes que recibe de ellos o por leer conversaciones antiguas de whatsapp, pero su mente no los recuerda. «O abrir mi armario y tener que preguntar si lo que hay dentro es mío. También volver al taller y encontrarme cuadros que llevaban mi firma, pero que yo juraría que no había pintado nunca».
Pintar ha sido otro pilar fundamental en todo su proceso de recuperación, aunque reconoce que también ha sido un ejercicio duro. «Mis trabajos anteriores eran limpios, currados, finos, con colores muy vivos. Todo muy mimado, al detalle. Los dibujos del libro son todo lo contrario: garabatos rápidos, en los que podía estar ocho horas con cada uno. Me temblaba el pulso, dudaba mucho de mis ideas, no tenía nada de confianza en mí. Todo lo que antes me llevaba cinco minutos, tardaba horas y días».
«Ahora soy capaz de descubrir cuándo me está engañando mi propia mente»
Rebeca confiesa que sigue siendo duro pintar porque, según sus palabras, ella ya no es la misma. «La depresión también se lleva contigo quien tú eres. Tu identidad. Ya no crees en ti. Todo se vuelve muy duro, la verdad». A la pregunta de cómo se encuentra ahora mismo, responde que en un momento bastante bueno. «También te digo que hace dos semanas tuve un momento bastante bajo (ríe), pero la terapia me ha servido para aprender a pedir ayuda. Ahora soy capaz de descubrir cuándo mi propia mente me está engañando, mandándome pensamientos intrusivos mentirosos: «No vales nada», «nadie te va a echar de menos», «la vida no te merece la pena». Ahora sé que ahí debo coger a familiares o amigos y decirles: «Necesito que me acompañéis al médico»».