
Por Jorge Camargo
En una sociedad sana, las diferencias de opinión no nos convierten en enemigos. Es la riqueza del debate lo que nos permite crecer, construir y mejorar como nación. Respetar al que piensa distinto es la base de la convivencia, pero hay un punto en el que esa diversidad se pone a prueba: cuando la libertad misma está en juego.
Hoy, un oscuro camino se cierne sobre nuestra amada Colombia. Muchos, con el corazón en la mano, vemos con profunda preocupación el espejo del país vecino y el sendero que parece asemejarse al rumbo que alguna vez tomaron hacia la dictadura. Es un camino que socava las instituciones, polariza a la sociedad y pone en jaque la soberanía que tanto ha costado defender.
Mientras algunos, movidos por un genuino amor a la patria, alzamos nuestra voz y alertamos sobre los vientos de cambio que no traen prosperidad sino control, otros, quizás con una ingenuidad peligrosa, deciden cerrar los ojos. No ver más allá de lo evidente, no querer escuchar el clamor de quienes en la calle exigen una nación libre y soberana, es un acto de cada quien. La ignorancia, en última instancia, es una elección personal, pero sus consecuencias son colectivas y nos afectan a todos.
El verdadero enemigo no es el que tiene una ideología diferente, sino la indiferencia ante la pérdida de nuestras libertades. La patria, esa que amamos y por la que luchamos, no se defiende con ceguera, sino con la conciencia de que su destino está en nuestras manos. La libertad de Colombia no es negociable, y es nuestro deber ineludible protegerla de cualquier amenaza, venga de donde venga.