
En Colombia, hablar de salud mental sigue siendo, en muchos espacios, un tabú. A pesar de los avances legislativos y del creciente interés público, los problemas mentales aún se esconden detrás de sonrisas forzadas, diagnósticos tardíos y sistemas de salud colapsados.
La Encuesta Nacional de Salud Mental (ENSM) más reciente reveló cifras preocupantes: 1 de cada 10 colombianos ha tenido ideas suicidas, y el 44% de los jóvenes entre 12 y 17 años ha experimentado síntomas de ansiedad o depresión. Sin embargo, la respuesta institucional ha sido limitada, dispersa y muchas veces reactiva.
En zonas rurales, la atención psicológica es prácticamente inexistente. El acceso se concentra en las grandes ciudades, y la falta de profesionales —con una media de 1 psiquiatra por cada 150.000 habitantes en departamentos como Vaupés o Guainía— agrava la situación. El estigma social, el machismo, la pobreza y la violencia histórica siguen alimentando un silencio que mata.
Los jóvenes, en particular, enfrentan una doble carga: la presión de un mundo hiperdigitalizado y la ausencia de redes de apoyo efectivas. En lugar de espacios seguros, muchos encuentran indiferencia institucional o discursos moralizantes que desestiman su sufrimiento.
No se trata solo de abrir más líneas de atención o lanzar campañas efímeras. Se necesita un enfoque integral, que articule salud, educación, cultura y justicia. La salud mental debe dejar de ser el «pariente pobre» del sistema de salud.
Invertir en salud mental no es un lujo, es una urgencia. Es hora de pasar del discurso a la acción, de la negación al acompañamiento real. Porque cada vida que se pierde por depresión, ansiedad o abandono institucional es una tragedia que nos interpela a todos.